Lo Sublime y el Adviento
Hace unos días que no escribo, inmersa en otros menesteres y, para qué engañarnos, recuperándome de un fuerte constipado que me ha mantenido algo apartada de mi rutina habitual. Además, se acerca la Navidad y, sin duda, es un momento de recogimiento y preparación para mí, tanto en lo espiritual como en mi hogar. El otro día, mi apreciada Pilar Franca enviaba, en un grupo de amigas que compartimos, una columna de Jesús Morales Arrizabalaga que hablaba del Adviento.
Decía:
“Hay un adviento pasivo: que combina las ideas de espera, esperanza y preparación para una llegada salvífica. Hay un adviento activo: nosotros mismos estamos aquí para mejorar las cosas, para ser fuente de esperanza y alegría de quienes se cruzan en nuestro camino”.
Qué bonita forma de interpretar el Adviento, tanto para los creyentes como para quienes no lo son, adoptando una manera activa o “pasiva” de espera de la “venida”, pero igualmente plena. En cualquier caso, el Adviento es un mood, una forma de ser y sentir, de tener esperanza y de ofrecer lo mejor de nosotros mismos a los demás. Adviento es cómo decidimos inundarnos de emociones positivas y también cómo las donamos a los demás. No solo en estas fechas.
Este tiempo de espera especialmente, no es estático; es una oportunidad para cultivar lo que realmente importa.
A mí, además, me gusta decorar la casa en estas fechas, poner villancicos y hacer el árbol el 8 de diciembre, para la Inmaculada, como siempre lo hice con mi Padre desde que tuve uso de razón. Otra afición que disfruto es preparar repostería tradicional –la casa huele a Amor y Hogar– y pensar en detalles especiales para los míos. No tienen necesariamente por qué ser caros, pero sí esos “pequeños lujos del alma” que escoges con cariño para quienes más quieres, asegurándote de que se ilusionen con ellos y encuentren en esos gestos algo más valioso que el objeto en sí.
Si bien es cierto que los últimos años han estado marcados por muchas pérdidas, y las ganas han sido pocas – las ausencias comienzan a pesar demasiado – non quiero perder la luz de estos días.
Este año, sin ir más lejos, mi querido tío –un segundo padre para mí– nos dejó hace muy pocos días. Sin embargo, preparar y celebrar la Navidad, por muy tristes que tengamos los corazones, es una forma de mantener vivos los valores y las enseñanzas de quienes nos han dejado. Es un acto de respeto y amor hacia ellos, hacia lo auténtico y lo único que nos transmitieron: el lujo de compartir, de estar juntos, de crear momentos de conexión en familia.
Han sido demasiadas las Navidades juntos como para no honrar a nuestros mayores que ya no están. Por eso, aunque no me sienta en plenitud ni emocional ni físicamente, no os voy a engañar, he decidido que llenaré de colores y luces mi casa, para que todos los que amo, en el Cielo o en la Tierra, se sientan atraídos hacia ella por ese calor y esa la luz que intentamos transmitir y compartir.
Aunque en estos días no haya plasmado palabras en un papel, mi cabeza no ha dejado de acumular ideas en mi hucha de futuros escritos. Y así, mientras exploraba pensamientos dispersos, buceando algo aburrida en Instagram –me resulta extremadamente difícil quedarme quieta y ociosa–, encontré una frase que me hizo detenerme. Decía: “Los defectos no quitan lo sublime”.
No pude evitar contestar: “Lo sublime reside en lo “imperfecto” y único”.
De ahí nació esta reflexión, “a ruota libera” sobre la imperfección, la unicidad, la belleza, el Adviento, la Navidad y el lujo.
Lo sublime y el lujo: la belleza en la unicidad
Para empezar, la perfección como tal no existe, incluso me resulta algo aburrida. Lo que sí existe es la excelencia, esa búsqueda incesante de lo mejor, de lo impecable dentro de lo posible. Pero la excelencia no es sinónimo de perfección, ni falta que le hace. De hecho, lo sublime no reside en una “perfección estructural”, sino en aquello que nos toca el alma: la unicidad, lo irrepetible, lo que no responde a cánones estrictos, pero logra embargarnos por completo.
En el lujo, entendemos la unicidad como la esencia misma de lo sublime, por lo menos en los objetos. Yo tengo una visión más amplia y personal en propósito y menos ortodoxa. No se trata solo de acabados perfectos –que, aunque difíciles de alcanzar, son una aspiración legítima–. Se trata, más bien, de la elección de las materias, del cuidado y el esmero puestos en cada detalle, de la intención humana que dota de alma a una creación.
El Adviento, al igual que lo sublime, nos invita a detenernos y abrazar la autenticidad. Nos recuerda que lo imperfecto y único no solo es valioso, sino que puede ser transformador. El Adviento no solo es un tiempo de espera, sino una invitación a detenernos y valorar aquello que trasciende lo superficial. Como el lujo auténtico, nos recuerda que lo más valioso no es lo perfecto, sino lo lleno de intención, lo único, lo creado para conectar con lo esencial.
En este sentido, lo sublime y lo imperfecto no se contradicen, sino que se entrelazan en una danza que realza la autenticidad. Este lujo no tiene que ver con la ostentación, sino con el valor que otorgamos a lo auténtico, a lo que no puede replicarse ni medirse en términos superficiales. Un lujo que conecta, que perdura, que nos recuerda que lo verdaderamente valioso no se encuentra en lo uniforme, sino en lo único.
Aquí pienso en el concepto japonés de wabi-sabi, esa estética que encuentra belleza en lo incompleto, en lo efímero, en lo asimétrico. Una taza reparada con kintsugi, sus grietas bañadas en oro, no es menos valiosa; al contrario, esas marcas la transforman en una pieza única, con una historia que contar. En el lujo, sucede algo similar: no buscamos la uniformidad, sino aquello que lleva la huella del tiempo, de las manos que lo crearon, de la historia que lo acompaña. Es un lujo que se nutre de la intención, del cuidado y del respeto por lo único.
Este lujo, como el wabi-sabi, no se trata de ocultar las imperfecciones, sino de abrazarlas, de reconocerlas como parte del todo, como una expresión de realidad.
En estas fechas, lo vemos en los pequeños gestos que no buscan la perfección, sino conectar: un detalle escogido con amor, una receta horneada con paciencia, una mesa puesta para compartir. Todo ello es lujo, no por lo que cuesta, sino por lo que significa.
El lujo, como la Navidad y el Adviento, es un acto de intención: un espacio para pensar, crear y compartir desde el alma. No es el envoltorio, sino el contenido lo que importa.
Una lección para la vida: lo sublime trasciende
El lujo, al igual que el Adviento y la Navidad, nos invitan a detenernos, a mirar más allá del ruido y a encontrar aquello que da sentido: la legitimidad de cada gesto, el valor de lo imperfecto y único. Así, el verdadero lujo de estas fechas no está en lo material, sino en lo intangible: en la huella de quienes nos enseñaron a amar, en la calidez de los que aún nos acompañan, y en ese espacio que creamos con nuestras manos para celebrar lo más simple y extraordinario de la vida.
Cada uno de estos conceptos –el Adviento, la Navidad, la unicidad …– nos lleva a un mismo lugar: una invitación a detenernos y mirar más allá de lo inmediato.
En un mundo que nos exige perfección, estos días nos recuerdan que lo único que realmente importa es lo que nace de lo genuino, de lo irrepetible, de lo que se construye con intención y desde el espíritu.
No son las luces, ni los regalos, ni siquiera las palabras; son los gestos que trascienden lo material y nos conectan con lo esencial.
En mi casa, este año, las luces y los colores volverán a llenar cada rincón, no como un ritual vacío, sino como una forma de honrar lo que de verdad me importa: las huellas de quienes estuvieron y el calor de quienes todavía están.
Porque al final, el Adviento, la Navidad y el Lujo, más allá de las ausencias y de las alegrías, comparten la misma verdad: no hay mayor lujo que lo auténtico, lo imperfecto y lo irrepetible, aquello que nos acerca a quienes somos y a quienes amamos.
Tal vez, lo sublime esté ahí.
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