El lujo que se vuelve museo y la moda reclama su lugar en la cultura. - Loredana Vitale
Moda y alta costura ocupan museos para legitimar su relato. Analizamos la paradoja entre lujo, arte y democratización.
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El lujo que se vuelve museo y la moda reclama su lugar en la cultura.

No deja de ser paradójico que la moda, tan criticada por su fugacidad, se empeñe en convertirse en un fenómeno digno de contemplación. Merece por lo menos pararse un momento a reflexionarlo a la vez que le buscamos una explicación. Y ahí está, desplegando sus bordados y sus símbolos en salones barrocos, en palacios, museos y en galerías donde hasta hace poco sólo se exhibían obras de arte consagradas.

Lo hemos visto con claridad en los últimos años, yo he tenido la gran suerte de ver alguna de estas experiencias: las grandes casas de moda de lujo han iniciado una especie de carrera por apropiarse de los códigos museísticos y la escenografía teatral. Bueno, la verdad es que es también la estrategia que utilicé para un cliente cuando quise presentar unos productos industriales: transformé un stand en un espacio museístico donde encumbré sus creaciones más icónicas encima de unos pedestales translucidos.

No es un gesto anecdótico, ni una mera extravagancia. Es una declaración de intenciones y, sobre todo, una estrategia cultural cuidadosamente orquestada: la mía y la de estas maisons, por supuesto.

Pensemos en Dolce & Gabbana. Tras años de desfiles de Alta Moda que parecían óperas al aire libre —Taormina, Venecia, Nápoles y próximamente Roma— la firma presentó Dal Cuore alle Mani, una exposición itinerante que comenzó en Milán y ha seguido su ruta hacia París, para terminar, hasta nuevo aviso, en Roma. Allí, los vestidos se exhiben como reliquias de una identidad colectiva, como fragmentos de una narrativa italiana que mezcla devoción, artesanía y mito. He escrito largamente sobre esta exposición porque me ha dejado literalmente boquiabierta y no porque yo sea especialmente impresionable, sino porque realmente Domenico Dolce y Stefano Gabbana se han superado.

No es la única. Valentino celebra su colección Vertigineux con un Caravan efímero en un townhouse georgiano de Londres, mientras Chanel reinterpreta cada año, desde 2002, su colección Métiers d’Art, situada entre el prêt-à-porter de lujo y la alta costura, como un homenaje a los talleres artesanales que salvaguardan oficios en vías de extinción. Aunque el nombre sea patrimonio de Chanel, el concepto —la exaltación de la mano, del gesto, del saber hacer— es compartido por toda la industria, desde los Objets Nomades de Louis Vuitton hasta el Loewe Craft Prize.

Detrás de este fervor por convertir la creación textil en objeto de museo hay razones que van mucho más allá de la vanidad. Por un lado, vivimos una época en la que la saturación digital ha disuelto los límites entre lo trivial y lo esencial. Ahora que todo es visible, reproducible e inmediato, la experiencia física recupera, necesariamente y afortunadamente, su poder simbólico. La moda y el lujo necesitan volver a ser tocadas, sentidas, casi veneradas. Necesitan reencontrarse. La contemplación sustituye al consumo rápido.

Por otro lado, la legitimación cultural opera como un escudo frente a la crítica. Exhibir piezas de archivo o bordados con saberes hacer centenarios no es sólo un acto de nostalgia: es un modo de recordarnos que hay algo en esas creaciones que trasciende la temporalidad de las tendencias y se aproxima a la noción de patrimonio. Y al mismo tiempo, subraya una paradoja que define a este sector: mientras la alta costura permanece deliberadamente inaccesible, buena parte del lujo se ha democratizado, expandiendo su alcance a través del prêt-à-porter, los accesorios y las fragancias.

No es casual que estas exposiciones cuenten con comisarios de prestigio y se celebren en instituciones que tradicionalmente acogían otras formas de creación. La alta moda reclama un lugar en la historia del arte aplicado y en el imaginario colectivo; y me parece bien: también hay que reconocer todo lo bueno que ha dado como forma de cultura y costumbre de las sociedades.

También es significativo el carácter híbrido de estos eventos. No son desfiles, pero tampoco son museos en sentido estricto. Son espacios liminales donde la contemplación y el deseo conviven, donde el público puede acercarse a un universo que, en el fondo, sigue siendo inaccesible. Porque, aunque las vitrinas se abran al paseante, la posesión permanece reservada a unos pocos.

En definitiva, la moda de lujo que alarga su realidad cotidiana hasta el museo no es un gesto aislado ni una simple nostalgia de tiempos más lentos. Lo hemos visto tanto en los salones del Louvre, con Louvre Couture, donde la alta costura y el prêt-à-porter de autor dialogan con la pintura y la escultura, como en las salas dedicadas al Rosso Valentino, donde un color se convierte en lenguaje y memoria colectiva. Incluso cuando no recurre a la monumentalidad —pensemos en Jacquemus y su regreso a la biografía familiar— la moda encuentra en el relato una forma de legitimarse y anclar su valor más allá del presente y, en su capacidad de articular un imaginario que transita entre la cultura, la emoción y el deseo.

En esa frontera difusa entre arte y comercio, la moda reafirma su ambición más profunda: permanecer.

 

 

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Il lusso che si fa museo e la moda rivendica il suo posto nella cultura

Non smette di essere paradossale che la moda, così spesso criticata per la sua fugacità, si ostini a diventare un fenomeno degno di contemplazione. Vale almeno la pena fermarsi un momento a rifletterci, mentre cerchiamo di dargli una spiegazione. Ed eccola lì, a dispiegare i suoi ricami e i suoi simboli in saloni barocchi, in palazzi, musei e gallerie dove, fino a poco tempo fa, si esponevano solo opere d’arte consacrate.

Negli ultimi anni lo abbiamo visto con chiarezza, e io ho avuto la grande fortuna di assistere ad alcune di queste esperienze: le grandi maison della moda di lusso hanno avviato una sorta di corsa ad appropriarsi dei codici museali e della scenografia teatrale. In realtà è la stessa strategia che ho utilizzato anch’io per un cliente, quando ho deciso di presentare alcuni prodotti industriali trasformando uno stand in uno spazio museale dove ho esaltato le loro creazioni più iconiche.

Non è un gesto aneddotico, né una semplice stravaganza. È una dichiarazione d’intenti e, soprattutto, una strategia culturale accuratamente orchestrata: la mia e quella di queste maison, naturalmente.

Pensiamo a Dolce & Gabbana. Dopo anni di sfilate di Alta Moda che sembravano vere e proprie opere liriche all’aperto —Taormina, Venezia, Napoli e prossimamente Roma— la maison ha presentato Dal Cuore alle Mani, una mostra itinerante iniziata a Milano che ha proseguito il suo percorso verso Parigi, per concludersi, salvo nuove date, a Roma. Lì, gli abiti vengono esposti come reliquie di un’identità collettiva, come frammenti di una narrazione italiana che mescola devozione, artigianato e mito. Ho scritto molto su questa esposizione perché mi ha letteralmente lasciata a bocca aperta, e non perché io sia particolarmente impressionabile, ma perché davvero Domenico Dolce e Stefano Gabbana si sono superati.

Non è l’unico esempio. Valentino celebra la sua collezione Vertigineux con un Caravan effimero in una townhouse georgiana di Londra, mentre Chanel reinterpreta ogni anno, puntualmente dal 2002, la sua collezione Métiers d’Art, collocata tra il prêt-à-porter di lusso e l’alta moda, come omaggio agli atelier artigianali che custodiscono mestieri in via di estinzione. Sebbene il nome appartenga a Chanel, il concetto —l’esaltazione della mano, del gesto, del saper fare— è condiviso da tutto il settore, dagli Objets Nomades di Louis Vuitton fino al Loewe Craft Prize.

Dietro questo fervore nel trasformare la creazione tessile in oggetto museale ci sono ragioni che vanno ben oltre la vanità. Da un lato, viviamo un’epoca in cui la saturazione digitale ha dissolto i confini tra ciò che è banale e ciò che è essenziale. Ora che tutto è visibile, riproducibile e immediato, l’esperienza fisica recupera, necessariamente e fortunatamente, il suo potere simbolico. La moda di lusso ha bisogno di tornare a essere toccata, sentita, quasi venerata. Ha bisogno di ritrovarsi. La contemplazione sostituisce il consumo rapido.

Dall’altro lato, la legittimazione culturale funziona come uno scudo contro le critiche. Esporre pezzi d’archivio o ricami realizzati con saperi antichi non è solo un atto di nostalgia: è un modo per ricordarci che c’è qualcosa in queste creazioni che va oltre la temporalità delle tendenze e si avvicina alla nozione di patrimonio. Allo stesso tempo, sottolinea una contraddizione che definisce questo settore: mentre l’alta moda rimane deliberatamente inaccessibile, gran parte del lusso si è democratizzato, ampliando il proprio raggio d’azione attraverso il prêt-à-porter, gli accessori e i profumi. Non è un caso che queste esposizioni abbiano curatori di prestigio e vengano ospitate in istituzioni che tradizionalmente accoglievano altre forme di creazione. L’alta moda rivendica un posto nella storia delle arti applicate e nell’immaginario collettivo; e trovo giusto riconoscere anche tutto il bene che ha saputo dare come forma di cultura e costume delle società.

È significativo anche il carattere ibrido di questi eventi. Non sono sfilate, ma nemmeno musei in senso stretto. Sono spazi liminali dove contemplazione e desiderio convivono, dove il pubblico può avvicinarsi a un universo che, in fondo, resta inaccessibile. Perché, anche se le teche si aprono al visitatore, il possesso rimane riservato a pochi.

In definitiva, la moda di lusso che estende la sua realtà quotidiana al museo non è un gesto isolato né una semplice nostalgia di tempi più lenti. L’abbiamo visto tanto nelle sale del Louvre, con Louvre Couture, dove l’alta moda e il prêt-à-porter d’autore dialogano con la pittura e la scultura, quanto negli spazi dedicati al Rosso Valentino, dove un colore diventa linguaggio e memoria collettiva. Anche quando non ricorre alla monumentalità —pensiamo a Jacquemus e al suo ritorno alla biografia familiare— la moda trova nel racconto un modo per legittimarsi e ancorare il proprio valore oltre il presente. Perché il vero potere di queste maison non risiede solo nella perfezione di un abito, ma nella loro capacità di articolare un immaginario che attraversa la cultura, l’emozione e il desiderio. E in quella frontiera sfumata tra arte e commercio, la moda riafferma la sua ambizione più profonda: perdurare.

 

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