Deliciosamente complejas - Loredana Vitale
Las mujeres no somos una dicotomía ni un molde que deba encajar en expectativas ajenas. Somos poliédricas, enteras, deliciosamente complejas. En este artículo, reflexiono sobre la lucha cotidiana por ser sin tener que justificarnos, sobre el cuerpo femenino, el tiempo y la imposición de etiquetas.
mujeres sin etiquetas, feminidad sin límites, ser mujer hoy, complejidad femenina, independencia y feminidad, cuerpo femenino y sociedad, edad y feminidad, lucha diaria de la mujer, 8 marzo, mujer trabajadora, fiesta internacional de la mujer, Loredana Vitale, opinion leader, mis artículos de opinión
350924
post-template-default,single,single-post,postid-350924,single-format-standard,eltd-cpt-2.4,gllr_moose,ajax_fade,page_not_loaded,,moose child-child-ver-1.0.0,moose-ver-3.6, vertical_menu_with_scroll,smooth_scroll,blog_installed,wpb-js-composer js-comp-ver-7.7.2,vc_responsive

Deliciosamente complejas

Tengo un amigo que me dice que soy “deliciosamente compleja” y otro que dice que “las mujeres somos tíos muy complicados”. Sea como fuere, cierto es que me reconozco en lo de “deliciosamente compleja”.

En general, nos han hecho creer que debemos elegir; ser una cosa o la otra. Fuertes o delicadas. Independientes o amorosas. Prácticas o sofisticadas. Como si la feminidad estuviera hecha de opuestos irreconciliables, como si nuestra esencia debiera fragmentarse en categorías comprensibles y aceptables para los demás. Pero no somos una dicotomía, ni un fragmento de algo. Somos poliédricas. Enteras… Deliciosamente complejas. Somos personas, con nuestras diferencias individuales y, a pesar de que me encanta ser mujer, no quiero ser clasificada, no de la manera en la que se hace hoy y se ha hecho siempre.

Soy, en efecto, “deliciosamente compleja” y a mucha honra, que se dice. Y no porque haya buscado encajar en una idea de mujer ideal, sino porque simplemente SOY. He sido muchas mujeres y, al mismo tiempo, siempre la misma. He tenido muy claras la diferencia entre mis roles y mi esencia; mucho más a partir de los cuarenta, momento en el que se me ha abierto de par en par la claridad mental: he visto diáfano lo que era para mí y lo que no.

Sé que soy la que construye, la que trabaja, la que se exige siempre más, la que no acepta menos de lo que sabe que merece y lucha por conseguirlo. Pero también soy la que se emociona ante la belleza, la que encuentra significado en los detalles, la que se permite disfrutar del refinamiento, del arte, de lo que trasciende lo efímero. Me he sentido fuerte en la independencia y plena en la entrega, sin que una cosa reste a la otra. He sido la que se enfrenta a la vida con determinación, pero también la que sabe cuándo dejarse llevar por la suavidad de un instante, por la dulzura mía y del alrededor.

He defendido mis ideas con firmeza y, al mismo tiempo, he aprendido a escuchar. He sido la mujer que sostiene, la que guía, la que protege, pero también la que busca refugio en unos brazos o en la complicidad de otras mujeres, la que encuentra fuerza en una mirada que entiende sin necesidad de palabras. He sido la que toma decisiones difíciles sin dudar y la que se permite la vulnerabilidad sin miedo a que la confundan con debilidad. He sido muchas y he sido una. Sé que soy única y no soy la única.

Pero habrá también hombres así.

Sin embargo, el mundo nos exige definirnos, en lo cotidiano, en la política, hasta en la moda: eres esto o eres aquello. Nos pide encajar en un molde y quedarnos ahí, sin desbordarnos. Si somos autónomas y seguras, nos miran con recelo. Si somos elegantes y refinadas, nos llaman frívolas. Si somos apasionadas, somos demasiado intensas. Si somos esto y aquello, parece que resulta insoportable la dicotomía. Pero la verdad es que no necesitamos justificarnos y tampoco ser validadas por nadie. No hay nada que explicar ni nada que demostrar.

Es realmente agotador deber luchar todos los días por tener el derecho a ser, por caminar solas sin miedo, porque se nos escuche sin necesidad de elevar la voz. Me harta esta lucha, ese tener que estar alerta siempre. Me harta también la manipulación constante que se hace de estos temas, cuando lo central sería enseñar, desde el nacimiento hasta la muerte, el respeto por el otro y la educación, para abatir cualquier atisbo de violencia sobre la mujer.

Luego… está el cuerpo. Nuestro cuerpo, que nunca ha sido solo nuestro. Siempre bajo juicio, siempre en el centro de una batalla que no hemos pedido librar. Demasiado delgadas, demasiado voluptuosas, demasiado visibles, demasiado cubiertas, demasiado sensuales o lo contrario. Se nos exige que respondamos a un ideal que cambia según la moda y la moral del momento, que ajustemos nuestras formas al gusto de quienes observan, que nunca nos pertenezcamos del todo. Pero el cuerpo femenino no es un símbolo para ser moldeado según las reglas ajenas, ni le pertenece a nadie más que a nosotras. Es nuestra casa, nuestro templo, nuestro territorio. Y lo debemos de habitar con la libertad de quien no debe explicaciones.

¿Y la edad? Otra esclavitud a la que nos quiere someter el mundo. El tiempo, que en los hombres es experiencia y en nosotras parece ser una condena. Nos han hecho creer que la belleza es una cuenta regresiva, que nuestra valía se diluye con el tiempo, que hay una fecha límite para lo que somos. Nos han convencido de que el valor de una mujer se mide en su juventud, en la tersura de su piel, en su fecundidad, en lo que aún no ha vivido. Pero la edad no nos disminuye, nos revela. En cada año que sumamos hay una historia, en cada línea del rostro hay una verdad. No hay decadencia en el tiempo, hay abundancia. Nunca me he sentido más plena como desde mis “venerables años”, orgullosa y consciente.

Así que, no quiero homenajes, no en un día concreto. No necesito que me concedan un espacio que ya es mío por derecho, por nacimiento, por ser persona. No estoy aquí para ser aprobada ni para encajar en expectativas ajenas.

Estoy aquí porque existo, porque soy, porque siempre he sido. Y eso es suficiente.

 

 

 

Traducción al Italiano:

Deliziosamente complesse

Ho un amico che dice che sono “deliziosamente complessa” e un altro che dice che “le donne sono uomini molto complicati”. Sia come sia, mi riconosco pienamente nel “deliziosamente complessa”.

In generale, ci hanno fatto credere che dobbiamo scegliere; essere una cosa o l’altra. Forti o delicate. Indipendenti o affettuose. Pratiche o sofisticate. Come se la femminilità fosse fatta di opposti inconciliabili, come se la nostra essenza dovesse frammentarsi in categorie comprensibili e accettabili per gli altri. Ma non siamo una dicotomia, né un frammento di qualcosa. Siamo poliedriche. Intere… Deliziosamente complesse. Siamo persone, con le nostre differenze individuali e, sebbene ami essere donna, non voglio essere classificata, non nel modo in cui si è fatto oggi e si è sempre fatto.

Sono, in effetti, “deliziosamente complessa” e ne vado fiera, come si suol dire. E non perché abbia cercato di adattarmi a un’idea di donna ideale, ma perché semplicemente SONO. Sono stata molte donne e, allo stesso tempo, sempre la stessa. Ho sempre avuto chiara la differenza tra i miei ruoli e la mia essenza; ancor di più dopo i quarant’anni, quando si è aperta davanti a me una chiarezza mentale assoluta: ho visto con lucidità ciò che era per me e ciò che non lo era.

So di essere colei che costruisce, che lavora, che esige sempre di più da sé stessa, che non accetta meno di ciò che sa di meritare e lotta per ottenerlo. Ma sono anche colei che si emoziona davanti alla bellezza, che trova significato nei dettagli, che si permette di godere della raffinatezza, dell’arte, di ciò che trascende l’effimero. Mi sono sentita forte nell’indipendenza e pienamente realizzata nell’abbandono, senza che l’una escludesse l’altra. Sono stata colei che affronta la vita con determinazione, ma anche chi sa quando lasciarsi trasportare dalla dolcezza di un istante, dalla mia stessa dolcezza e da quella che mi circonda.

Ho difeso le mie idee con fermezza e, al tempo stesso, ho imparato ad ascoltare. Sono stata la donna che sostiene, che guida, che protegge, ma anche quella che cerca rifugio tra due braccia o nella complicità di altre donne, quella che trova forza in uno sguardo che comprende senza bisogno di parole. Sono stata colei che prende decisioni difficili senza esitare e quella che si permette la vulnerabilità senza paura di essere scambiata per debolezza. Sono stata molte e sono stata una. So di essere unica, e so di non essere l’unica.

Ma ci sono anche uomini così.

Eppure, il mondo ci impone di definirci, nella quotidianità, nella politica, perfino nella moda: sei questo o sei quello. Ci chiede di adattarci a uno stampo e di rimanere lì, senza straripare. Se siamo autonome e sicure, ci guardano con sospetto. Se siamo eleganti e raffinate, ci etichettano come frivole. Se siamo appassionate, siamo troppo intense. Se siamo entrambe le cose, sembra che questa dualità sia insopportabile. Ma la verità è che non abbiamo bisogno di giustificarci, né di essere validate da nessuno. Non c’è nulla da spiegare e nulla da dimostrare.

È davvero estenuante dover lottare ogni giorno per avere il diritto di essere, per poter camminare sole senza paura, perché ci si ascolti senza bisogno di alzare la voce. Mi stanca questa lotta, questo dover essere sempre all’erta. Mi stanca anche la costante manipolazione di questi temi, quando la questione centrale dovrebbe essere insegnare, dalla nascita fino alla morte, il rispetto per l’altro e l’educazione, per abbattere ogni traccia di violenza contro la donna.

E poi… c’è il corpo. Il nostro corpo, che non è mai stato soltanto nostro. Sempre sotto giudizio, sempre al centro di una battaglia che non abbiamo scelto di combattere. Troppo magre, troppo formose, troppo visibili, troppo coperte, troppo sensuali o l’opposto. Ci si aspetta che rispondiamo a un ideale che cambia a seconda della moda e della morale del momento, che modifichiamo le nostre forme per soddisfare il gusto di chi osserva, che non ci apparteniamo mai del tutto. Ma il corpo femminile non è un simbolo da modellare secondo regole altrui, né appartiene a nessuno se non a noi stesse. È la nostra casa, il nostro tempio, il nostro territorio. E dobbiamo abitarlo con la libertà di chi non deve spiegazioni.

E l’età? Un’altra schiavitù a cui il mondo cerca di sottometterci. Il tempo, che negli uomini è esperienza e in noi sembra essere una condanna. Ci hanno fatto credere che la bellezza è un conto alla rovescia, che il nostro valore si dissolve con il tempo, che c’è una data di scadenza per ciò che siamo. Ci hanno convinto che il valore di una donna si misura nella sua giovinezza, nella levigatezza della sua pelle, nella sua fertilità, in ciò che non ha ancora vissuto. Ma l’età non ci sminuisce, ci rivela. In ogni anno che accumuliamo c’è una storia, in ogni linea del viso c’è una verità. Non c’è decadenza nel tempo, c’è abbondanza. Non mi sono mai sentita più piena di vita di quanto lo sia nei miei “venerabili anni”, orgogliosa e consapevole.

Quindi, non voglio omaggi, non in un giorno specifico. Non ho bisogno che mi venga concesso uno spazio che è già mio per diritto, per nascita, per il semplice fatto di essere una persona. Non sono qui per essere approvata né per adattarmi alle aspettative altrui.
Sono qui perché esisto, perché sono, perché lo sono sempre stata. E questo è sufficiente.

No Comments

Sorry, the comment form is closed at this time.