Cuando todo se apaga… - Loredana Vitale
Una reflexión sincera sobre el apagón vivido, la fragilidad de nuestro sistema y la incertidumbre que heredarán las nuevas generaciones.
apagón, fragilidad humana, sistema inestable, futuro de los jóvenes, resiliencia personal, artículos de opinión, opinion leader, Loredana Vitale, fragilidad, protagonista o espectador, liderar la vida, dependencia, apagón en España
350968
post-template-default,single,single-post,postid-350968,single-format-standard,eltd-cpt-2.4,gllr_moose,ajax_fade,page_not_loaded,,moose child-child-ver-1.0.0,moose-ver-3.6, vertical_menu_with_scroll,smooth_scroll,blog_installed,wpb-js-composer js-comp-ver-7.7.2,vc_responsive

Cuando todo se apaga…

Quiero empezar este breve escrito con un agradecimiento.

Ayer, a pesar de la incredulidad inicial y de las muchas horas de desconcierto, no hubo que lamentar daños mayores, al menos en mi familia y en el entorno más próximo. Tengo entendido que también fue así en gran parte del país, y eso ya es mucho decir.

También quiero subrayar el civismo y la capacidad espontánea de la población española para buscar soluciones, ayudarse mutuamente, mantener la calma y hasta encontrar momentos de humor en una situación, una vez más, tan inusual.

En casa tuvimos suerte. Pudimos quedarnos todos juntos y protegidos. Optamos por seguir las instrucciones de las autoridades locales, a las que por cierto agradezco su encomiable labor al servicio ciudadano, y evitar desplazamientos innecesarios.

La verdad, salvo por no saber muy bien qué hacer, no nos faltaba de nada.
Teníamos velas, algo de comida preparada, y — como un pequeño milagro — una vieja radio analógica de mi padre que, aunque fallaba más que una escopeta de feria y nos hacía recorrer la casa buscando señal, nos permitió captar algo de información. Fue nuestra única ventana al exterior durante bastantes horas.

¡Bendita radio!

Mientras tanto, el país entero se paralizaba.
El día tomó tintes casi post-apocalípticos si pensamos en la angustia de tantas personas atrapadas en ascensores o en trenes, obligando a la intervención de las fuerzas de seguridad del Estado, de las regiones y de los ayuntamientos para poder liberarlas y devolver algo de normalidad.

A los demás, nos ocurría algo más doméstico, pero igualmente inquietante: los frigoríficos empezaban a descongelarse, y con ellos el riesgo de perder toda la comida almacenada. No teníamos luz, ni internet, ni agua caliente… y con ello, se marchaba el soleado día, mientras se paralizaban de golpe todas las rutinas que damos por hechas cada día.

Esta experiencia me recordó algo que solemos olvidar: la casa moderna, tan cómoda, puede convertirse en un lugar casi inútil en cuestión de minutos.
En nuestro caso, ni siquiera podíamos sacar el coche del garaje, porque la puerta es eléctrica y, para colmo, no sabemos cómo abrirla manualmente.

Nada funcionaba.

Aun así, en medio de la incertidumbre, hubo momentos que guardaré con una sonrisa.
Al salir al jardín, me crucé con la mirada tranquilizadora de mi vecina y amiga, que es bombero.
Entre bromas, me explicaba cómo podríamos sobrevivir encendiendo un pequeño fuego con una bombona o algo así. Yo me reía, desconectada mentalmente de esa escena tan lejana a mí, confesándole que no sabría ni por dónde empezar… y además ni siquiera tengo bombona.

«Menos mal que te tengo a ti de vecina«, le decía, «porque si no, no sé cómo sobreviviríamos«.
Lo único que se me ocurría, siendo una «urbanita» con cero conocimientos de supervivencia — y sin haber sido nunca girl scout — era encender la barbacoa.

También hubo momentos muy nuestros… familiares.
Sentados en el sofá, a la luz de las velas, intentando no dejar que la preocupación nos ganara, nos reíamos  imaginando soluciones imposibles: cómo cocinar, cómo encender fuego, cómo racionar el agua si llegaba a faltar…

Con mi hijo llegamos a la conclusión de que, en caso de crisis apocalíptica, necesitaríamos palomas mensajeras: una para mi madre en Italia y otra para nosotros, para poder enviarnos noticias si las comunicaciones desaparecieran del todo.
Un momento ingenuo, tierno y cargado de esa mezcla de humor y realidad que hace más llevadero lo extraño. Casi como una obra de Pirandello, entre lo absurdo y lo real, entre lo divino y lo humano.

Mientras tanto, todo tipo de preguntas prácticas llenaban mi mente:
¿Tenemos cerillas a mano? ¿Están cargadas las luces LED? ¿Y las baterías externas? ¿Cuánto aguantarán los móviles? ¿Qué podemos comer sin cocinar… tenemos latas?
Una especie de ejercicio forzado de supervivencia doméstica.

Lo que más me preocupaba no era la comida ni la oscuridad; era no poder avisar a mi madre para decirle que estábamos bien.
Me imaginaba las informaciones alarmistas que podrían llegarle y sentía esa angustia muda de no poder tranquilizar a quienes más quieres cuando más lo necesitan.

Más allá del susto y del caos doméstico, este apagón fue una lección seria; una más.
Vivimos en una estructura extremadamente frágil.
Dependemos de la electricidad, de internet, del funcionamiento de los servicios más básicos… incluso de un simple botón para abrir la puerta del garaje.
Y cuando todo falla, nos damos cuenta de lo poco preparados que estamos para vivir sin ellos.

Quizá haya llegado el momento de dejar de confiar ciegamente en que el sistema lo resolverá todo.
Tenemos que volver a ser protagonistas de nuestra vida, no solo espectadores.
Es urgente que busquemos alternativas reales: no solo fortalecernos interiormente, sino reaprender habilidades básicas que nos permitan salir adelante en situaciones inesperadas.
Saber improvisar, mantener la calma, valernos por nosotros mismos.

No es alarmismo.
Es sentido común.

Pero si este día nos pareció desconcertante a nosotros, ¿qué decir de nuestros hijos? Como madre veo con inquietud su futuro.
Ellos ya han nacido dentro de un sistema que se tambalea día sí y día también.

Aunque el mundo no sea frágil por naturaleza, si no tomamos en cuenta las catástrofes que no podemos controlar, los seres humanos lo hemos vuelto inestable con guerras, ambiciones sin freno, estructuras económicas deshumanizadas y una dependencia cada vez mayor de mecanismos que no controlamos y que nos hacen sentir cada vez más inútiles. Somos totalmente dependientes al sistema y cuanto más dependientes, cuanto más manipulables e… indefensos.

Los que pertenecemos a generaciones anteriores, en muchos casos, tuvimos el privilegio de crecer protegidos, con tiempo para formarnos, estudiar, trabajar y decidir sobre nuestra vida con cierta serenidad. Hemos puesto bases sólidas a nuestro carácter y estructura a nuestras mentes.
Estos chicos, en cambio, crecen zarandeados por una sociedad que no les da tregua ni certezas.
Y esa inestabilidad constante — esa sensación de que todo puede desmoronarse de un momento a otro — deja huella, también en su salud mental.

No puedo evitar hacer estas reflexiones.
Porque en cuanto se apagó la luz, se me encendió — nuevamente — la conciencia de lo vulnerables que somos y de lo frágil y absurdo que es el sistema de vida que estamos legando.

 

📻📻📻📻📻📻📻📻📻

 

Quando tutto si spegne…

Voglio iniziare questo breve scritto con un ringraziamento.

Ieri, nonostante l’incredulità iniziale e le molte ore di smarrimento, non abbiamo dovuto lamentare danni gravi, almeno nella mia famiglia e nel nostro ambiente più prossimo. Mi risulta che sia stato così anche nella maggior parte del Paese, e questo è già molto.

Desidero anche sottolineare il senso civico e la capacità spontanea della popolazione spagnola di trovare soluzioni, aiutarsi reciprocamente, mantenere la calma e persino trovare momenti di umorismo in una situazione, ancora una volta, tanto inusuale.

A casa siamo stati fortunati. Siamo rimasti tutti insieme e al sicuro. Abbiamo scelto di seguire le istruzioni delle autorità locali — alle quali, peraltro, rivolgo un sincero ringraziamento per l’encomiabile lavoro svolto al servizio dei cittadini — e di evitare spostamenti non necessari.

In realtà, a parte il non sapere bene cosa fare, non ci mancava nulla.
Avevamo candele, un po’ di cibo già pronto e — come un piccolo miracolo — una vecchia radio analogica di mio padre che, sebbene funzionasse peggio di una pistola scarica e ci costringesse a girare per casa alla ricerca del segnale migliore, ci ha permesso di captare qualche informazione. È stata la nostra unica finestra sul mondo esterno per molte ore.

Benedetta radio!

Nel frattempo, l’intero Paese si paralizzava.
La giornata ha assunto toni quasi post-apocalittici, pensando all’angoscia di tante persone rimaste intrappolate in ascensori o treni, richiedendo l’intervento delle forze di sicurezza statali, regionali e municipali per liberarle e restituire un minimo di normalità.

A noi altri succedeva qualcosa di più domestico, ma altrettanto inquietante: i frigoriferi cominciavano a scongelarsi, con il rischio di perdere tutto il cibo conservato.
Non avevamo luce, né internet, né acqua calda… e con tutto ciò, svaniva anche la splendida giornata di sole, mentre tutte le nostre routine quotidiane si paralizzavano improvvisamente.

Questa esperienza mi ha ricordato qualcosa che tendiamo a dimenticare: la casa moderna, tanto comoda, può diventare un luogo quasi inutile in pochi minuti.
Nel nostro caso, non potevamo nemmeno far uscire l’auto dal garage, perché il portone era elettrico e, per di più, non sapevamo come aprirlo manualmente.

Nulla funzionava.

Eppure, in mezzo all’incertezza, ci sono stati momenti che conserverò con un sorriso.
Uscendo in giardino, ho incrociato lo sguardo rassicurante della mia vicina e amica, che è vigile del fuoco.
Tra una battuta e l’altra, mi spiegava come avremmo potuto sopravvivere accendendo un piccolo fuoco con una bombola o qualcosa del genere. Io ridevo, mentalmente scollegata da quella scena così distante da me, confessandole che non saprei nemmeno da dove cominciare… e che, per di più, non possiedo nemmeno una bombola.

«Meno male che ti ho come vicina», le dicevo, «perché altrimenti non saprei davvero come sopravvivere».
L’unica cosa che mi veniva in mente, da buona urbanita senza alcuna conoscenza di sopravvivenza — e senza essere mai stata una girl scout — era accendere il barbecue.

Ci sono stati anche momenti molto nostri… familiari.
Seduti sul divano, alla luce delle candele, cercando di non lasciarci sopraffare dalla preoccupazione, ridevamo immaginando soluzioni impossibili: come cucinare, come accendere un fuoco, come razionare l’acqua se fosse venuta a mancare…

Con mio figlio siamo giunti alla conclusione che, in caso di crisi apocalittica, avremmo avuto bisogno di colombe viaggiatrici: una per mia madre in Italia e una per noi, per poterci scambiare notizie se un giorno le comunicazioni dovessero sparire del tutto.
Un momento ingenuo, tenero e carico di quella miscela di umorismo e realtá che rende più sopportabile lo strano.
Quasi come in un’opera di Pirandello, tra l’assurdo e il reale, tra il divino e l’umano.

Nel frattempo, ogni sorta di domanda pratica affollava la mia mente:
Abbiamo fiammiferi a portata di mano? Sono cariche le luci LED? E le batterie esterne? Quanto potranno resistere i cellulari? Cosa possiamo mangiare senza dover cucinare… abbiamo scatolette?
Una sorta di esercizio forzato di sopravvivenza domestica.

Ciò che più mi preoccupava non era né il cibo né il buio;
era non poter avvisare mia madre per dirle che stavamo bene.
Immaginavo le informazioni allarmistiche che le sarebbero potute arrivare, e sentivo quella muta angoscia di non poter tranquillizzare chi ami proprio quando più ne ha bisogno.

Oltre allo spavento e al piccolo caos domestico, questo blackout è stato una lezione seria; un’altra ancora.
Viviamo su una struttura estremamente fragile.
Dipendiamo dall’elettricità, da internet, dal funzionamento dei servizi più basilari… persino da un semplice pulsante per aprire il portone del garage.
E quando tutto si blocca, ci rendiamo conto di quanto siamo poco preparati a vivere senza.

Forse è giunto il momento di smettere di confidare ciecamente che il sistema risolverà ogni cosa.
Dobbiamo tornare a essere protagonisti della nostra vita, non solo spettatori.
È urgente cercare alternative reali: non solo rafforzarci interiormente, ma anche reimparare competenze basilari che ci permettano di affrontare situazioni impreviste.
Saper improvvisare, mantenere la calma, cavarsela da soli.

Non è allarmismo.
È semplice buon senso.

Ma se questa giornata ci è sembrata destabilizzante a noi, cosa dire dei nostri figli?
Da madre, guardo al loro futuro con inquietudine.
Sono già nati in un sistema che vacilla giorno dopo giorno.

Anche se il mondo non è fragile per natura — catastrofi incontrollabili a parte — siamo stati noi esseri umani a renderlo instabile, con guerre, ambizioni sfrenate, strutture economiche disumanizzate e una dipendenza sempre più cieca da meccanismi che non controlliamo e che ci rendono sempre più inutili.
Siamo totalmente dipendenti dal sistema, e più siamo dipendenti, più diventiamo manipolabili e… indifesi.

Noi che apparteniamo alle generazioni precedenti, nella maggior parte dei casi, abbiamo avuto il privilegio di crescere protetti, con il tempo per formarci, studiare, lavorare e decidere con serenità sul nostro futuro.
Abbiamo posto basi solide al nostro carattere e struttura alle nostre menti.
Questi ragazzi, invece, crescono sballottati da una società che non concede tregua né certezze.
E questa instabilità costante — quella sensazione che tutto possa crollare da un momento all’altro — lascia un’impronta profonda, anche sulla loro salute mentale.

Non posso fare a meno di pormi queste riflessioni.
Perché non appena si è spenta la luce, si è riaccesa — ancora una volta — la consapevolezza di quanto siamo vulnerabili e di quanto sia fragile e assurdo il sistema di vita che stiamo lasciando in eredità.

 

 

No Comments

Sorry, the comment form is closed at this time.