29
Abr 2025
Cuando todo se apaga…

Quiero empezar este breve escrito con un agradecimiento.
Ayer, a pesar de la incredulidad inicial y de las muchas horas de desconcierto, no hubo que lamentar daños mayores, al menos en mi familia y en el entorno más próximo. Tengo entendido que también fue así en gran parte del país, y eso ya es mucho decir.
También quiero subrayar el civismo y la capacidad espontánea de la población española para buscar soluciones, ayudarse mutuamente, mantener la calma y hasta encontrar momentos de humor en una situación, una vez más, tan inusual.
En casa tuvimos suerte. Pudimos quedarnos todos juntos y protegidos. Optamos por seguir las instrucciones de las autoridades locales, a las que por cierto agradezco su encomiable labor al servicio ciudadano, y evitar desplazamientos innecesarios.
La verdad, salvo por no saber muy bien qué hacer, no nos faltaba de nada.
Teníamos velas, algo de comida preparada, y — como un pequeño milagro — una vieja radio analógica de mi padre que, aunque fallaba más que una escopeta de feria y nos hacía recorrer la casa buscando señal, nos permitió captar algo de información. Fue nuestra única ventana al exterior durante bastantes horas.
¡Bendita radio!
Mientras tanto, el país entero se paralizaba.
El día tomó tintes casi post-apocalípticos si pensamos en la angustia de tantas personas atrapadas en ascensores o en trenes, obligando a la intervención de las fuerzas de seguridad del Estado, de las regiones y de los ayuntamientos para poder liberarlas y devolver algo de normalidad.
A los demás, nos ocurría algo más doméstico, pero igualmente inquietante: los frigoríficos empezaban a descongelarse, y con ellos el riesgo de perder toda la comida almacenada. No teníamos luz, ni internet, ni agua caliente… y con ello, se marchaba el soleado día, mientras se paralizaban de golpe todas las rutinas que damos por hechas cada día.
Esta experiencia me recordó algo que solemos olvidar: la casa moderna, tan cómoda, puede convertirse en un lugar casi inútil en cuestión de minutos.
En nuestro caso, ni siquiera podíamos sacar el coche del garaje, porque la puerta es eléctrica y, para colmo, no sabemos cómo abrirla manualmente.
Nada funcionaba.
Aun así, en medio de la incertidumbre, hubo momentos que guardaré con una sonrisa.
Al salir al jardín, me crucé con la mirada tranquilizadora de mi vecina y amiga, que es bombero.
Entre bromas, me explicaba cómo podríamos sobrevivir encendiendo un pequeño fuego con una bombona o algo así. Yo me reía, desconectada mentalmente de esa escena tan lejana a mí, confesándole que no sabría ni por dónde empezar… y además ni siquiera tengo bombona.
«Menos mal que te tengo a ti de vecina«, le decía, «porque si no, no sé cómo sobreviviríamos«.
Lo único que se me ocurría, siendo una «urbanita» con cero conocimientos de supervivencia — y sin haber sido nunca girl scout — era encender la barbacoa.
También hubo momentos muy nuestros… familiares.
Sentados en el sofá, a la luz de las velas, intentando no dejar que la preocupación nos ganara, nos reíamos imaginando soluciones imposibles: cómo cocinar, cómo encender fuego, cómo racionar el agua si llegaba a faltar…
Con mi hijo llegamos a la conclusión de que, en caso de crisis apocalíptica, necesitaríamos palomas mensajeras: una para mi madre en Italia y otra para nosotros, para poder enviarnos noticias si las comunicaciones desaparecieran del todo.
Un momento ingenuo, tierno y cargado de esa mezcla de humor y realidad que hace más llevadero lo extraño. Casi como una obra de Pirandello, entre lo absurdo y lo real, entre lo divino y lo humano.
Mientras tanto, todo tipo de preguntas prácticas llenaban mi mente:
¿Tenemos cerillas a mano? ¿Están cargadas las luces LED? ¿Y las baterías externas? ¿Cuánto aguantarán los móviles? ¿Qué podemos comer sin cocinar… tenemos latas?
Una especie de ejercicio forzado de supervivencia doméstica.
Lo que más me preocupaba no era la comida ni la oscuridad; era no poder avisar a mi madre para decirle que estábamos bien.
Me imaginaba las informaciones alarmistas que podrían llegarle y sentía esa angustia muda de no poder tranquilizar a quienes más quieres cuando más lo necesitan.
Más allá del susto y del caos doméstico, este apagón fue una lección seria; una más.
Vivimos en una estructura extremadamente frágil.
Dependemos de la electricidad, de internet, del funcionamiento de los servicios más básicos… incluso de un simple botón para abrir la puerta del garaje.
Y cuando todo falla, nos damos cuenta de lo poco preparados que estamos para vivir sin ellos.
Quizá haya llegado el momento de dejar de confiar ciegamente en que el sistema lo resolverá todo.
Tenemos que volver a ser protagonistas de nuestra vida, no solo espectadores.
Es urgente que busquemos alternativas reales: no solo fortalecernos interiormente, sino reaprender habilidades básicas que nos permitan salir adelante en situaciones inesperadas.
Saber improvisar, mantener la calma, valernos por nosotros mismos.
No es alarmismo.
Es sentido común.
Pero si este día nos pareció desconcertante a nosotros, ¿qué decir de nuestros hijos? Como madre veo con inquietud su futuro.
Ellos ya han nacido dentro de un sistema que se tambalea día sí y día también.
Aunque el mundo no sea frágil por naturaleza, si no tomamos en cuenta las catástrofes que no podemos controlar, los seres humanos lo hemos vuelto inestable con guerras, ambiciones sin freno, estructuras económicas deshumanizadas y una dependencia cada vez mayor de mecanismos que no controlamos y que nos hacen sentir cada vez más inútiles. Somos totalmente dependientes al sistema y cuanto más dependientes, cuanto más manipulables e… indefensos.
Los que pertenecemos a generaciones anteriores, en muchos casos, tuvimos el privilegio de crecer protegidos, con tiempo para formarnos, estudiar, trabajar y decidir sobre nuestra vida con cierta serenidad. Hemos puesto bases sólidas a nuestro carácter y estructura a nuestras mentes.
Estos chicos, en cambio, crecen zarandeados por una sociedad que no les da tregua ni certezas.
Y esa inestabilidad constante — esa sensación de que todo puede desmoronarse de un momento a otro — deja huella, también en su salud mental.
No puedo evitar hacer estas reflexiones.
Porque en cuanto se apagó la luz, se me encendió — nuevamente — la conciencia de lo vulnerables que somos y de lo frágil y absurdo que es el sistema de vida que estamos legando.
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Quando tutto si spegne…
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