Cuando las Rosas ya no Huelen.

Amo las flores y me gusta rodearme de belleza y amor en cada paso y rincón de mi vida. Quizás porque hay igual fealdad en el mundo que hermosura, procuro tener siempre una mirada limpia y fijarme en las cosas más bellas. Por otro lado, procuro ser yo parte de esa belleza. Entenderme bien, no quiero decir que me considero una Venus, o bella como una flor, simplemente procuro ser el ser humano que me gustaría encontrar en mi camino: de corazón bondadoso, de alma diáfana, de intenciones puras.
Bueno, volvamos a las flores… aunque me ha sorprendido un poco por lo inesperado – me llegaron con un día de anticipación – como no, yo también he recibido un ramo de rosas espectaculares. Rojas, aterciopeladas, llenas, voluptuosas. La perfección en forma de flor. Los pétalos encajaban tan minuciosamente entre sí, como solo madre naturaleza sabe tejer excelencia. La sorpresa fue cuando, al acercarlas a mi rostro con la expectativa de oler ese característico perfume embriagador, me he encontrado con la nada. No olían. Su belleza impecable y sobrecogedora, no tenía ni alma ni aroma.
Me ha parecido una metáfora demasiado poderosa como para ignorarla, casi como el titular de este escrito, que bien merecería una novela o una serie de Netflix y que espero capture la atención de muchos. Cierto es que, tengo varios artículos en el tintero, pero, por un lado, no he tenido tiempo de atenderlos y, por otro, he querido aprovechar la inspiración de las Rosas y San Valentín de hoy, para publicar este: la inspiración apremia y hay que hacerle caso.
Me he preguntado más de una vez cuántas cosas en nuestra vida se han vuelto así. Perfectas en la forma, en la fachada, “bellas de cara al patio”, pero sin hondura, sin carácter, sin autenticidad o verdad. Las famosas máscaras de las que he hablado en varios artículos: las relaciones que han dejado de ser como antes y ahora parecen más un intercambio de intereses, las empresas que cuentan historias que luego no se ven reportadas a la realidad – servicios, productos, etc. – las marcas capaces de construir narrativas brillantes huecas como una caja de regalo esperando ser rellenada, las RRSS hablando solo de éxitos y, las familias… que parecen salidas de la publicidad de “vuelve por Navidad”, llenas en realidad de incoherencias y grandes olvidos.
Para rematar, muchas parejas que hoy “fingirán amarse” sólo porque es San Valentín, mientras se son indiferentes el resto del año y… queda bien publicar en Instagram.
Que quede claro, no juzgo desde un púlpito. Cada uno de nosotros es parte de este juego interminable, yo incluida.
La autenticidad es un lujo que pocos se permiten. Nos hemos convertido en productos de nosotros mismos, cuidadosamente curados para redes sociales, pero muchas veces sin el aroma de lo genuino.
Quizás, a mi disculpa está el hecho de que soy consciente de ello, mientras otros parecen adormilados delante de mecanismos que la sociedad promueve.
Cierto es que esto no me hace inmune a ellos, ni me exculpa.
Las personas, las empresas y las marcas, nos mostramos mucho más intrigantes de lo que el tiempo desvela y la realidad sabe, pero, a menudo, lo que enseña la portada del libro difiere mucho de lo que hay en sus páginas.
Si estas consideraciones las reportamos exclusivamente a la empresa, dejando a un lado los elementos que intervienen en las relaciones y comportamientos humanos – aunque de personas está hecha la empresa y es imposible escindir una cosa de otra, o a las marcas, nos preguntaríamos:
¿Cuántas de ellas realmente “tienen aroma”?
¿Cuántas marcas han perdido su autenticidad en busca de una estética aparentemente impecable mucho más fácil de contar y comprar?
Las grandes casas de lujo han comprendido que la historia y la artesanía dan profundidad a sus creaciones, pero hay un gran gap entre la maestría de los bordados y las hechuras de las prendas – lo hemos visto con claridad en las pasarelas en los últimos días – y la capacidad realmente de hacer propuestas creativas de valor. Las marcas se limitan a “deslumbrar” y muchas han caído en la trampa de lo efímero: colecciones diseñadas para durar una temporada o con prendas que nadie llevaría, productos manufacturados en cualquier taller que de lujo tienen el nombre en una etiqueta, estrategias de marketing que apelan a la nostalgia sin una verdadera conexión con el legado, y un largo etcétera de ejemplos que me llevaría un día entero enumerar.
Las empresas y las marcas de hoy se parecen mucho a estas rosas: visualmente imponentes, pero sin el perfume que las haga inolvidables.
La diferencia entre algo interesante y algo inolvidable no está en su imagen, sino en su profundidad. En su capacidad de ser y no solo de parecer. En su perfume único, en aquello que deja una huella incluso cuando ya no está presente.
Si algo nos enseña este simbolismo es la necesidad de rescatar lo esencial. En las marcas, en las empresas, en las personas. Lo bello no puede ser solo una cuestión estética; lo bello, para ser memorable, debe ir acompañado de sustancia.
Un producto bien hecho, con historia y propósito, se siente distinto. Una marca que respeta su identidad y no se deja devorar por las tendencias efímeras perdura en el tiempo. Una persona que cultiva su mundo interior y no solo su imagen, proyecta un magnetismo que atrapa más allá de la superficie.
Como en el lujo verdadero, lo importante no es lo que se ve, sino lo que se percibe con los sentidos, con el alma. Porque la diferencia entre una rosa cualquiera y una inolvidable está en su perfume.
Quizás las rosas han perdido su aroma porque en algún momento alguien decidió que la belleza era suficiente. Que la perfección visual bastaba. Pero sin esencia, la belleza es solo un adorno sin vida; lo mismo ocurre con las empresas, con las marcas y con las personas.
Lo que nos enamora, lo que recordamos, lo que trasciende… no es la forma. Es el perfume.
Así que me parece de extraordinaria importancia que, en todo lo que hagamos, en cada huella que dejemos, exista un aroma inconfundible. Uno que no se marchite con el tiempo, sino que, como las memorias más preciadas, siga flotando en el aire mucho después de habernos ido.
Válido para Empresas, Marcas y Personas.
Traducción al italiano:
Quando le Rose non Profumano Più
Amo i fiori e mi piace circondarmi di bellezza e amore in ogni angolo della mia vita. Forse perché nel mondo c’è tanta bruttezza quanta bellezza, cerco sempre di mantenere uno sguardo limpido e di soffermarmi sulle cose più belle. Allo stesso tempo, cerco di essere io stessa parte di quella bellezza. Non fraintendetemi: non intendo dire che mi considero una Venere o bella come un fiore, ma semplicemente mi sforzo di essere la persona che vorrei incontrare lungo il mio cammino: con un cuore gentile, un’anima limpida e intenzioni pure.
Ma torniamo ai fiori… Anche se mi ha sorpreso un po’ per l’inaspettato – mi sono arrivati con un giorno di anticipo – come no, ho ricevuto anch’io un mazzo di rose spettacolari. Rosse, vellutate, piene, voluttuose. La perfezione in forma di fiore. I petali si incastravano così minuziosamente tra loro, come solo Madre Natura sa tessere l’eccellenza. La sorpresa è arrivata quando, avvicinandole al mio viso con l’aspettativa di sentire quel caratteristico profumo inebriante, mi sono trovata davanti al nulla. Non avevano odore. La loro bellezza impeccabile e travolgente non aveva né anima né fragranza.
Mi è sembrata una metafora troppo potente per ignorarla, quasi come il titolo di questo scritto, che potrebbe benissimo essere quello di un romanzo o di una serie Netflix, e che spero catturi l’attenzione di molti. È vero che ho diversi articoli in sospeso, ma, da un lato, non ho avuto il tempo di occuparmene e, dall’altro, ho voluto cogliere l’ispirazione di queste rose e di San Valentino per pubblicare questo: l’ispirazione non aspetta e va seguita.
Mi sono chiesta più volte quante cose nella nostra vita siano diventate così. Perfette nella forma, nella facciata, «belle di facciata», ma senza profondità, senza carattere, senza autenticità o verità. Le famose maschere di cui ho parlato in diversi articoli: le relazioni che non sono più quelle di una volta e somigliano sempre più a uno scambio di interessi, le aziende che raccontano storie che poi non si riflettono nella realtà – nei servizi, nei prodotti, ecc. – i marchi capaci di costruire narrazioni brillanti ma vuote come una scatola regalo in attesa di essere riempita, i social media che parlano solo di successi, e le famiglie… che sembrano uscite dalla pubblicità del «torna a casa per Natale», ma che in realtà sono piene di incoerenze e grandi dimenticanze.
Per non parlare delle tante coppie che oggi «fingeranno di amarsi» solo perché è San Valentino, mentre per il resto dell’anno si ignorano… ma è bello postare su Instagram.
Chiariamo, non giudico dall’alto di un pulpito. Ognuno di noi è parte di questo gioco infinito, me compresa.
L’autenticità è un lusso che pochi si concedono. Siamo diventati prodotti di noi stessi, curati nei minimi dettagli per i social, ma spesso privi del profumo della genuinità.
Forse la mia unica attenuante è il fatto che ne sono consapevole, mentre altri sembrano addormentati davanti ai meccanismi che la società promuove. Ma è chiaro che questo non mi rende immune né mi assolve.
Le persone, le aziende e i marchi si mostrano molto più intriganti di quanto il tempo riveli e la realtà dimostri, ma spesso ciò che mostra la copertina di un libro è ben diverso da quello che si trova nelle sue pagine.
Se riportiamo queste considerazioni esclusivamente all’ambito aziendale, tralasciando gli elementi che influenzano le relazioni e i comportamenti umani – anche se le aziende sono fatte di persone ed è impossibile scindere una cosa dall’altra – o ai marchi, ci chiederemmo:
- Quanti di loro hanno davvero un profumo?
- Quanti marchi hanno perso la loro autenticità inseguendo un’estetica apparentemente impeccabile, ma più facile da raccontare e vendere?
Le grandi maison del lusso hanno capito che la storia e l’artigianalità danno profondità alle loro creazioni, ma c’è un grande divario tra la maestria dei ricami e il taglio dei capi – lo abbiamo visto chiaramente nelle sfilate degli ultimi giorni – e la reale capacità di proporre idee creative di valore. I marchi si limitano ad «abbagliare» e molti sono caduti nella trappola dell’effimero: collezioni pensate per durare una sola stagione o con capi che nessuno indosserebbe, prodotti fabbricati in qualsiasi laboratorio che di lusso hanno solo il nome sull’etichetta, strategie di marketing che fanno leva sulla nostalgia senza una reale connessione con il proprio patrimonio storico, e un lungo elenco di esempi che potrei passare un giorno intero a enumerare.
Le aziende e i marchi di oggi somigliano molto a queste rose: visivamente imponenti, ma prive del profumo che le renderebbe indimenticabili.
La differenza tra qualcosa di interessante e qualcosa di memorabile non sta nell’immagine, ma nella profondità. Nella capacità di essere, non solo di apparire. Nel suo profumo unico, in ciò che lascia un segno anche quando non c’è più.
Se c’è qualcosa che questa metafora ci insegna, è la necessità di recuperare l’essenziale. Nei marchi, nelle aziende, nelle persone. Il bello non può essere solo una questione estetica; per essere memorabile, deve essere accompagnato da sostanza.
Un prodotto ben fatto, con una storia e un significato, si percepisce in modo diverso. Un marchio che rispetta la propria identità e non si lascia divorare dalle tendenze effimere dura nel tempo. Una persona che coltiva il proprio mondo interiore e non solo la propria immagine emana un magnetismo che affascina al di là della superficie.
Come nel vero lusso, ciò che conta non è ciò che si vede, ma ciò che si percepisce con i sensi, con l’anima. Perché la differenza tra una rosa qualunque e una indimenticabile sta nel suo profumo.
Forse le rose hanno perso il loro profumo perché, a un certo punto, qualcuno ha deciso che la bellezza era sufficiente. Che la perfezione visiva bastava. Ma senza essenza, la bellezza è solo un ornamento senza vita; lo stesso accade con le aziende, i marchi e le persone.
Ciò che ci innamora, ciò che ricordiamo, ciò che trascende… non è la forma. È il profumo.
Per questo credo sia di straordinaria importanza che, in tutto ciò che facciamo, in ogni traccia che lasciamo, ci sia un profumo inconfondibile. Uno che non svanisca con il tempo, ma che, come i ricordi più preziosi, continui a fluttuare nell’aria molto tempo dopo che ce ne saremo andati.
Valido per Aziende, Marchi e Persone.
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