A mayor luz, mayor es la fuerza de oscuridad que se le opone. - Loredana Vitale
en un mundo que favorece la mediocridad, los brillantes tropiezan mientras la conformidad avanza. ¿Por qué la genialidad siempre encuentra resistencia? Descubre la paradoja del talento en esta reflexión sobre éxito, autenticidad y adaptación.
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Justamente en la tarde de domingo, me topaba en IG con la frase que corona el titular de este escrito: “a mayor luz, mayor es la fuerza de oscuridad que se le opone”, lo que me ha llevado a razonar acerca de cuán difícil resulta en esta sociedad sobresalir, ser diferente, ser brillante o tener talento; ser en definitiva una luz brillante en un mundo muy a menudo lleno de oscuridad.
Es más que evidente que, las personas brillantes no siempre triunfan. De hecho, muchas veces fracasan. Tropiezan una y otra vez con la misma piedra, se le presentan en loop las mismas situaciones que el universo se premura de proponerles periódicamente para que aprendan de una vez la lección.
Sufren, se desgastan, quedan atrapadas en luchas que parecen interminables. Mientras tanto, la mediocridad avanza con paso seguro, se instala, se multiplica y, en muchos casos, se apodera del éxito, al menos del que el mundo reconoce como tal.
No es casualidad. Vivimos en un sistema que no favorece la excelencia ni la autenticidad, sino la adaptación. Leía en un artículo hace algún tiempo, que somos la “La Sociedad del Sandwich mixto”, os invito a leerlo. En el subtítulo del artículo publicado en el periódico El Mundo, esta frase que cito textualmente: “A nadie le ofende un sándwich mixto, pero difícilmente alguien lo elegiría para su última cena”.
Los sistemas de poder, las jerarquías corporativas y las estructuras sociales no están diseñadas para premiar la inteligencia ni la creatividad, sino la sumisión y la adaptabilidad. En este juego, el talento es apenas un factor secundario; lo que realmente se premia es la habilidad de moverse con astucia dentro de las reglas instituidas, de no desafiar demasiado, de no hacer tambalear las estructuras.
Justamente ayer hablaba de esto con un amigo, me decía que tenía razón mi abuela, hay que ser “falsos y corteses” como en el dicho del que os he hablado hace unos días en otro escrito, para no sucumbir a la sociedad de la mediocridad y de los egos desmedidos. Que hay que trabajar de astucia. Tarea harto difícil para alguien que se mueve desde el interés sincero y la honestidad personal y profesional; alguien de valores monolíticos y al que le importa su dignidad por encima de cualquier cosa.
Está claro… la excelencia inquieta. Lo extraordinario desestabiliza lo establecido. La mediocridad, en cambio, se perpetúa porque no incomoda, porque se disfraza de normalidad y porque, sobre todo, sabe protegerse. Mientras que la luz brilla y se expone, la mediocridad se mueve en las sombras, tejida en redes de influencia, favores y silencios convenientes. No hay sorpresa ni aportación en la mediocridad, sí supervivencia.
Las personas brillantes, en cambio, a menudo carecen de esa astucia. Suelen creer, erróneamente, que su talento basta, que su autenticidad será reconocida, que la verdad se impone por sí sola. Ya sé, una utopía grande como un templo.
La historia nos demuestra lo contrario. La genialidad no es garantía de éxito, ni la profundidad es suficiente para abrirse camino en un mundo que aplaude lo superficial y lo funcional. Van Gogh murió sin vender un solo cuadro. Tesla murió olvidado. Grandes escritores, artistas, científicos e innovadores fueron silenciados en su tiempo, porque la luz y una visión del mundo adelantada y diferencial, no siempre es bien recibida o comprendida.
Lo más trágico no es solo que el mundo penaliza el talento, sino que las personas brillantes muchas veces colaboran, sin darse cuenta, en su propio hundimiento.
Tropiezan una y otra vez con la misma piedra porque creen que el mérito es suficiente, porque confían en quienes no deben – especialmente si, además de brillantes son personas de buen corazón -, porque no están dispuestos a jugar el juego que les permitiría protegerse.
En un entorno donde la repetición y la “machaconería” superan al talento, los mediocres no necesitan ser los mejores, solo necesitan mantenerse ahí el tiempo suficiente.
Si aplicamos la lógica de Darwin, no sobrevive el más fuerte ni el más brillante, sino el que mejor se adapta. Y ahí radica la paradoja: el genio no se adapta porque su esencia es desafiar lo establecido. Mientras que la mediocridad prospera dentro del sistema, quien tiene luz propia tropieza porque no encaja, porque no quiere – no negocia sus valores – o no sabe moverse dentro de un entorno que le resulta hostil, haciendo que su desdicha se perpetue una y otra vez.
Sin embargo, otra vez la historia nos muestra que algunos lo lograron sin traicionarse. ¡Hay esperanza!
Leonardo da Vinci entendió que, para seguir creando, necesitaba la protección de los mecenas y supo navegar las cortes sin perder su esencia. Picasso transformó su talento en un sistema que le permitió imponer su visión sin doblegarse a la industria del arte. Steve Jobs no solo innovó tecnológicamente, sino que aprendió a jugar el juego empresarial sin diluir su genialidad.
No es imposible, pero requiere un equilibrio difícil de alcanzar.
Pero si algo distingue a quienes realmente brillan es que, más allá de las caídas, de los obstáculos, de la injusticia y de la ingratitud, no pueden dejar de ser quienes son.
No podrían fingir mediocridad, aunque quisieran, ni adaptarse a lo que no les pertenece sin engañarse.
Y quizá ahí está la clave de todo, lo que pone al brillante en paz consigo mismo: en entender que el verdadero éxito no es el reconocimiento externo, ni el dinero, ni la posición. El éxito, en su forma más pura, es habitar la propia verdad sin miedo, sin rendirse ante la presión de encajar en moldes ajenos. Es poder mirarse al espejo y reconocerse.
Las personas mediocres triunfan en los sistemas que ellas mismas crean, pero las brillantes dejan huella en la vida de quienes las rodean. Este es el único éxito que realmente importa, duela lo que duela.
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