Luciérnagas: el brillo nocturno que se va - Loredana Vitale
Las luciérnagas se apagan… y con ellas, una forma de amar, de vivir el verano y de habitar la noche en conexión con la belleza y la calma.
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Luciérnagas: el brillo nocturno que se va

Las luciérnagas están desapareciendo y esto, me provoca profunda tristeza.

Lo advierten científicos, ecologistas y conservacionistas: muchas especies, además de las luciérnagas, que hacen más eficaz nuestro ecosistema y desde luego más diverso y bonito, están en declive o directamente en peligro de extinción. Las causas son múltiples, pero tienen un origen común: la acción humana.

Durante siglos, las luciérnagas han sido un símbolo de alegría centelleante del verano. Su luz — utilizada para el apareamiento — formaba parte del paisaje natural nocturno. Hoy, sin embargo, es cada vez más difícil verlas, incluso en zonas rurales.

Hay algo profundamente simbólico y romántico en el modo en que las luciérnagas se encuentran: emiten luz, esperan respuesta y, si la hay, avanzan. Si no, se detienen. Es un sistema de apareamiento basado en el reconocimiento mutuo; sin urgencias. Me parece precioso. En cierto modo, resulta más sofisticado que el de los humanos: no hay confusión posible, no hay malentendidos, no hay máscaras. Solo una señal precisa, y la capacidad —o no — de responder a ella. En el fondo nos enseñan que el encuentro verdadero no depende del esfuerzo, sino de la sintonía; y que, a veces, incluso los insectos saben amar mejor que nosotros hoy en día.

¡Brillar y reconocerse! La esencia del Amor verdadero.

Pero, volvamos a los motivos por los que estos animalitos están desapareciendo de nuestra Madre Tierra.

El primer factor que amenaza su supervivencia es la pérdida de hábitat. La expansión urbana, la deforestación y la agricultura intensiva han transformado radicalmente los ecosistemas donde estas especies encontraban refugio y alimento. Humedales, márgenes de ríos y zonas con vegetación densa han sido sustituidos por terrenos asfaltados, monocultivos y urbanizaciones.

El segundo factor es la contaminación lumínica. A diferencia de otros insectos, las luciérnagas utilizan la bioluminiscencia como forma de comunicación. La luz artificial de calles, jardines, edificios y vehículos interfiere en sus señales, impidiendo que los machos y las hembras puedan encontrarse para reproducirse.

¡Estamos “confundiendo” el Amor! Aquí nos daría para escribir otro artículo entero usando esta metáfora.

El tercer factor es el uso generalizado de pesticidas. Aunque se apliquen en zonas ajenas a las luciérnagas, sus residuos acaban en el suelo y en los cuerpos de agua, afectando gravemente a estos y otros insectos polinizadores.

Finalmente, el cambio climático desestabiliza sus ciclos de vida: altera los patrones de temperatura, humedad y disponibilidad de recursos.

En conjunto, estos factores están provocando un declive que, según algunos expertos, podría volverse irreversible en pocas décadas si no se actúa con urgencia. Lo grave es que seguimos nuestras vidas como si nada de lo que acontece a nuestro alrededor tuviera excesiva importancia más allá de la urgencia de vivir el hoy.

Más allá del dato científico, lo que está en juego es también un cambio cultural. La desaparición de las luciérnagas no es solo una cuestión ecológica: refleja un tipo de pérdida más profunda. Un empobrecimiento del paisaje nocturno, del vínculo con la naturaleza y la belleza intrínseca de nuestros parajes.

Esa imagen novelesca y alegre de las noches cálidas estivales, la tengo grabada en la retina. Yo crecí, una parte de mi infancia más temprana, entre el mar y el campo, antes de trasladarme definitivamente a Milán. Recuerdo corretear hasta tarde por los cultivos alrededor de casa hablando y jugando con los amiguitos mientras nuestros padres nos vigilaban de cerca.
También recuerdo los veranos en Sicilia y las noches en familia hasta tarde, llenas de juegos, risas, amor, cantos de cigarras y por supuesto “brillos nocturnos”.

Esto me lleva a pensar que, hasta hace no tanto, las noches de verano eran espacios de calma, de alegría, de compartir, de descanso y belleza. Las personas salían a caminar, se sentaban en silencio, observaban. También reían y compartían alrededor de una mesa, sumergidos en la historia, la belleza y la naturaleza de cada lugar. Las luciérnagas estaban allí, sin necesidad de ser buscadas ni fotografiadas. Eran luces ambientales, digámoslo así. Su presencia formaba parte de una forma más pausada, más atenta y menos intervenida de habitar el mundo. Nos acompañaban; un telón de fondo casi imperceptible que, sin embargo, allí estaba, dándonos esa sensación de calidez de unión con el entorno.

Cada vez que pienso en esto, pienso también en la muy evocadora imagen de Avatar del “Árbol de las Almas”, el lugar más sagrado de la tribu Na’vi, donde sus miembros acudían a recordar, escuchar y conectar con algo más grande que ellos. Un símbolo de la fuerza vital del planeta, algo así como la conciencia colectiva de todos los seres vivos.

Las luciérnagas, en cierto modo, eran nuestro pequeño árbol de luz: modesto, terrenal, real. Con su luminiscencia nocturna, nos devolvían la conciencia de que en la noche hay mucha vida. Que no hay que tenerle miedo porque, tiene mucho que ofrecernos mientras la transitamos.

Otra bella metáfora útil para la vida misma y con la cual fácilmente tendría argumentos para otro largo artículo.

Ahora que su luz se apaga, da la impresión de que, con ellas, también se desvanece algo sagrado al que no sabíamos qué valor dar.

En la actualidad, esa experiencia delicada ha sido sustituida por estímulos constantes, dispositivos luminosos, entornos controlados. Hasta nos ponemos luces LEDS en los jardines para simular su presencia. La vida nocturna ha dejado de ser una experiencia envolvente y tierna, a veces misteriosa, para convertirse en una extensión del espectáculo diurno: todo se ilumina, se comparte, se comenta entre el estruendo de música machacona y el show-off insistente de quien quiere mostrar una cara de sí que quizás ni siquiera es real.

En ese contexto, la extinción de las luciérnagas no debería de sorprender.
No nos damos ni cuenta.

Tan acostumbrados a vivir entre artificios y falsos brillos, no nos damos cuenta de lo que estamos perdiendo. Y… no se trata solo del brillo de las luciérnagas, que me parece una gran pérdida, sino, en general, del valor del verano en nuestras vidas.

El verano no es una estación; es una manera de entender el tiempo y la vida. Sus noches y sus brillos, también. El tiempo se dobla, los sentidos se agudizan, la piel se eriza, el amor se manifiesta.

Este es mi último escrito antes de vacaciones, he decidido desconectar del ruido y conectar con lo esencial, quiero dedicar estos días de descanso a mí misma, a mi familia y a…

¡buscar luciérnagas!

Seáis felices. Nos vemos a la vuelta.

………………

 

 

Lucciole: la luce notturna che scompare
Le lucciole stanno scomparendo, e questo mi provoca una profonda tristezza.
Lo segnalano scienziati, ecologisti e ambientalisti: molte specie, oltre alle lucciole, che rendono il nostro ecosistema più efficace e, senz’altro, più vario e bello, sono in declino o direttamente a rischio di estinzione. Le cause sono molteplici, ma hanno un’origine comune: l’azione umana.

Per secoli, le lucciole sono state un simbolo scintillante della gioia estiva. La loro luce — utilizzata per l’accoppiamento — faceva parte del paesaggio notturno naturale. Oggi, invece, è sempre più difficile vederle, anche nelle zone rurali.

C’è qualcosa di profondamente simbolico e romantico nel modo in cui le lucciole si incontrano: emettono luce, attendono risposta e, se arriva, si avvicinano. Se no, si fermano. È un sistema di accoppiamento basato sul riconoscimento reciproco, senza urgenze. Lo trovo meraviglioso. In un certo senso, è persino più sofisticato di quello umano: nessuna confusione, nessun malinteso, nessuna maschera. Solo un segnale preciso, e la capacità — o meno — di rispondervi. In fondo, ci insegnano che l’incontro vero non dipende dallo sforzo, ma dalla sintonia. E che, a volte, persino gli insetti sanno amare meglio di noi, oggi.
Brillare e riconoscersi: l’essenza dell’Amore vero.

Torniamo però ai motivi per cui questi esserini stanno scomparendo dalla nostra Madre Terra.
Il primo fattore che minaccia la loro sopravvivenza è la perdita dell’habitat. L’espansione urbana, la deforestazione e l’agricoltura intensiva hanno trasformato radicalmente gli ecosistemi dove queste specie trovavano rifugio e nutrimento. Zone umide, sponde dei fiumi e aree di vegetazione fitta sono state sostituite da terreni asfaltati, monocolture e urbanizzazioni.

Il secondo fattore è l’inquinamento luminoso. A differenza di altri insetti, le lucciole utilizzano la bioluminescenza come forma di comunicazione. La luce artificiale di strade, giardini, edifici e veicoli interferisce con i loro segnali, impedendo a maschi e femmine di incontrarsi per riprodursi.
Stiamo “confondendo” l’Amore! Basterebbe questo per scrivere un altro articolo intero, come metafora.

Il terzo fattore è l’uso generalizzato di pesticidi. Anche se applicati in zone lontane dalle lucciole, i residui finiscono nel suolo e nelle acque, colpendo gravemente questi e altri insetti impollinatori.

Infine, il cambiamento climatico destabilizza i loro cicli vitali: altera i modelli di temperatura, umidità e disponibilità di risorse.

Nel complesso, questi fattori stanno provocando un declino che, secondo alcuni esperti, potrebbe diventare irreversibile in poche decine d’anni se non si agisce con urgenza.
Il problema è che continuiamo le nostre vite come se nulla di ciò che accade intorno a noi avesse troppa importanza, al di là dell’urgenza di vivere l’oggi.

Al di là del dato scientifico, ciò che è in gioco è anche un cambiamento culturale. La scomparsa delle lucciole non è solo una questione ecologica: riflette una perdita più profonda. Un impoverimento del paesaggio notturno, del legame con la natura e della bellezza intrinseca dei nostri luoghi.

Quell’immagine fiabesca e gioiosa delle notti estive calde ce l’ho impressa nella retina. Sono cresciuta, per una parte della mia infanzia, tra il mare e la campagna, prima di trasferirmi definitivamente a Milano. Ricordo quando correvamo fino a tardi nei campi attorno a casa, chiacchierando e giocando con gli amici mentre i nostri genitori ci osservavano da vicino.

Ricordo anche le estati in Sicilia e le notti in famiglia fino a tardi, piene di giochi, risate, amore, cicale… e naturalmente “bagliori notturni”.

Mi viene da pensare che, fino a non molto tempo fa, le notti d’estate erano spazi di calma, di gioia, di condivisione, di riposo e bellezza. Le persone uscivano a passeggiare, si sedevano in silenzio, osservavano. Ridevano e condividevano intorno a un tavolo, immersi nella storia, nella bellezza e nella natura di ogni luogo. Le lucciole c’erano, senza bisogno di cercarle o fotografarle. Erano luci ambientali, diciamo così. La loro presenza faceva parte di un modo più lento, più attento e meno artificiale di abitare il mondo. Ci accompagnavano, un fondale quasi impercettibile che però c’era, e ci donava quella sensazione di calore e di unione con l’ambiente.

Ogni volta che ci penso, mi viene in mente l’immagine evocativa dell’“Albero delle Anime” in Avatar, il luogo più sacro della tribù dei Na’vi, dove si andava per ricordare, ascoltare e connettersi con qualcosa di più grande. Un simbolo della forza vitale del pianeta, qualcosa come la coscienza collettiva di tutti gli esseri viventi.

Le lucciole, in un certo senso, erano il nostro piccolo albero di luce: modesto, terreno, reale. Con la loro luminescenza notturna, ci restituivano la consapevolezza che nella notte c’è molta vita. Che non dobbiamo averne paura, perché ha tanto da offrirci mentre la attraversiamo.
Un’altra splendida metafora utile per la vita stessa, su cui potrei scrivere un altro articolo.

Ora che la loro luce si affievolisce, sembra che con essa si spenga anche qualcosa di sacro, a cui non sapevamo dare il giusto valore.
Oggi quell’esperienza delicata è stata sostituita da stimoli continui, dispositivi luminosi, ambienti controllati. Arriviamo perfino a mettere luci LED nei giardini per simularne la presenza. La vita notturna ha smesso di essere un’esperienza avvolgente e tenera, a volte misteriosa, per diventare un’estensione dello spettacolo diurno: tutto si illumina, si condivide, si commenta nel frastuono di musica martellante e di esibizionismi insistenti di chi vuole mostrare un’immagine di sé che forse non è nemmeno reale.

In questo contesto, l’estinzione delle lucciole non dovrebbe sorprenderci.
Non ce ne accorgiamo nemmeno.
Talmente abituati a vivere tra artifici e bagliori finti, non ci rendiamo conto di ciò che stiamo perdendo.
E… non si tratta solo del bagliore delle lucciole, che per me è già una grande perdita, ma in generale del valore dell’estate nella nostra vita.

L’estate non è una stagione. È un modo di intendere il tempo e la vita. Le sue notti e i suoi bagliori, pure. Il tempo si piega, i sensi si affinano, la pelle si accende, l’amore si manifesta.

Questo è il mio ultimo scritto prima delle vacanze.
Ho deciso di disconnettermi dal rumore e riconnettermi con l’essenziale. Voglio dedicare questi giorni di pausa a me stessa, alla mia famiglia e a…

cercare lucciole!


Siate felici. Ci vediamo al ritorno.

Imagen: @freepik.diller

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