El lenguaje secreto del lujo en Windsor - Loredana Vitale
En Windsor, el lujo mostró su verdadero poder: vinos, vajillas y joyas convertidos en símbolos de historia, diplomacia y cultura. Un relato de belleza y política.
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El lenguaje secreto del lujo en Windsor

Más allá de lo que hoy se vende como lujo — esa mezcla de marketing, tendencias y objetos pensado más para el éxito comercial que para ensalzar la belleza y el saber hacer — existe un lenguaje secreto. Es un idioma sin palabras, hecho de símbolos que atraviesan la historia, la política y la estética de un país.

Se habla en silencio, a través de un vino, de un plato, de una vajilla o de una tiara. Pocas ocasiones lo muestran con tanta claridad como un banquete de Estado. Windsor, esta semana, lo confirmó.

Las botellas, más que bebidas, fueron alegorías. El Warre’s Vintage Port de 1945 abría el relato. Ese año marcó el fin de la Segunda Guerra Mundial, y también coincidía con el número de la presidencia de Trump: la 45. No era solo un oporto legendario, era un recordatorio de victoria, de alianza, de historia compartida. Después apareció un Cognac Hennessy de 1912, año del nacimiento de Mary Anne MacLeod, la madre escocesa de Trump. En esa copa estaba el homenaje a sus raíces, a esa genealogía que lo vinculaba con la tierra de la que partieron tantos emigrantes hacia América.

Se sirvió también un Bowmore 1980, un whisky escocés procedente de un barril reservado en su día para la Reina Isabel II. No era solo una rareza enológica: era un recordatorio de la unidad del Reino Unido, de esa Escocia que late en la memoria de la Corona y que sigue siendo pieza clave en la legitimidad de la monarquía. Cada sorbo contenía la complicidad de una tierra común y el eco de la reina que supo mantenerla unida.

El Pol Roger Cuvée Sir Winston Churchill 1998 añadió otra capa al relato: no solo un champán, sino la evocación del estadista que cimentó la “relación especial” entre Londres y Washington. Pero la elección no se quedaba ahí: junto a él se presentó un Wiston Estate Cuvée 2016, espumoso inglés, una declaración de orgullo nacional: Inglaterra se reivindica también en el mundo de las burbujas.

El Ridge Monte Bello 2000, uno de los tintos más icónicos de California, llevaba otro mensaje: “traemos tu casa a nuestra mesa”. El anfitrión se acerca al invitado y lo reconoce en su propia identidad.

El Corton-Charlemagne Grand Cru 2018, un borgoña con nombre imperial, cerraba el mensaje. No era casualidad: Carlomagno, el emperador que dio forma a Europa, se servía en copa como recordatorio de la permanencia y de la potencia del Viejo Continente. Europa ha resistido guerras, imperios y divisiones, y sigue en pie como civilización milenaria. El gesto era nítido: Estados Unidos podrá ser potencia global, pero Europa es raíz, memoria y resistencia. Y aunque Inglaterra ya no forme parte de la Unión Europea, sigue perteneciendo a ese territorio simbólico que se llama Viejo Continente con todo lo que significa e implica.

Ni siquiera la sobriedad del invitado, fiel a su Coca-Cola Light, pudo anular ese discurso. Es la paradoja: aunque la copa quede intacta, el mensaje ya ha sido pronunciado.

El menú continuó la misma narrativa. Un entrante de almejas al estilo Boston traía consigo el sabor de la costa americana, seguido por carne británica, y un postre con whisky escocés y ciruelas Victoria que ponía sobre la mesa tanto la tradición monárquica como la geografía compartida. Comer, aquí, era también un modo de recitar la historia, la unión y el homenaje.

La escenografía de la mesa no fue menos reveladora. El Grand Service de Jorge IV, con más de cuatro mil piezas de plata dorada, apareció en todo su esplendor. No es un servicio de mesa cualquiera: es la afirmación de continuidad monárquica, la prueba tangible de que la Corona no improvisa. Junto a él, platos nuevos fabricados en Stoke-on-Trent para Carlos III, con un doble filete dorado en el borde que los distingue del servicio de Isabel II. Un detalle mínimo, pero cargado de significado: cada reinado deja su huella, incluso en la porcelana. La cristalería, pulida hasta reflejar la sala como un espejo, alineada con precisión matemática, convertía cada destello en un acto de disciplina estética.

La etiqueta vestía también a los cuerpos. Código white tie: frac y condecoraciones en los hombres; vestidos largos, guantes y tiaras en las mujeres. Kate apareció impecable: vestido dorado de Phillipa Lepley, la tiara Lover’s Knot que perteneció a Lady Diana, el broche con las plumas de Gales. Todo en orden, todo correcto. Pero su gesto fue otro: el cabello suelto en bucles —inusual para una cena de Estado— y una sonrisa abierta que contrastaba con la solemnidad de la monarquía británica. Ese guiño de libertad no rompió el ritual, al contrario: le dio calidez y humanidad, sin desentonar en ningún momento con la escena. Fue un equilibrio delicado, y quizá por eso deslumbró aún más a Trump, que no disimuló su fascinación.

Melania, en cambio, no tuvo su mayor acierto. Eligió un vestido amarillo intenso de Carolina Herrera, de hombros descubiertos, demasiado moderno para una cena de Estado de estas características. Puede que buscara un guiño cromático alegre, recordando a la alegría de las vestimentas de Isabel II, pero el resultado se alejó de la solemnidad que ella misma ha sabido encarnar en otras ocasiones importantes. Esta vez parecía mal asesorada: no era un evento cualquiera, sino un encuentro con una de las monarquías más antiguas del mundo, donde cada gesto tiene peso histórico. Ese exceso contemporáneo terminó, a mi parecer, por restar en lugar de sumar.

Hoy vivimos un tiempo en que los gestos solemnes parecen haberse diluido. El protocolo se confunde con rigidez, la etiqueta con exceso, y el lujo con la caricatura de una camiseta con logotipo. Pero lo que ocurrió en Windsor recuerda que, cuando se le concede su verdadero valor, el lujo es mucho más que consumo: es arraigo al territorio, es cultura compartida, es un idioma universal que tiende puentes entre países y culturas. Un vino que rememora el fin de una guerra, un borgoña con nombre imperial que recuerda que Europa es lo que es, una tiara que confirma un linaje, un espumoso inglés que se atreve a desafiar a Francia. Cada gesto, cada detalle, es parte de una gramática silenciosa que dice más que cualquier discurso delante de un atril o parlamento.

Ese es el lujo que merece la pena, el que tiene la capacidad de convertir lo bello en símbolo, de transformar un banquete en un acto político, de mostrar que lo solemne sigue teniendo sentido.

La pregunta es si un hombre como Trump fue capaz de comprender todo esto mientras bebía su Coca-Cola Light. Tal vez no. Pero yo se lo explico aquí, con este artículo 😉

Vídeo de la visita de Trump a Windsor:
@princeandprincessofwales

WhiteHouse.gov

Imagenes:
𝐖𝐢𝐧𝐝𝐬𝐨𝐫 𝐑𝐨𝐲𝐚𝐥 𝐅𝐚𝐦𝐢𝐥𝐲
AFP

Il linguaggio segreto del lusso a Windsor

Al di là di ciò che oggi viene venduto come lusso — quella miscela di marketing, tendenze e oggetti pensati più per il successo commerciale che per esaltare la bellezza e il saper fare — esiste un linguaggio segreto. È un idioma senza parole, fatto di simboli che attraversano la storia, la politica e l’estetica di un Paese.
Si parla in silenzio, attraverso un vino, un piatto, una porcellana o una tiara. Poche occasioni lo mostrano con tanta chiarezza come un banchetto di Stato. Windsor, questa settimana, lo ha confermato.

Le bottiglie, più che bevande, furono allegorie. Il Warre’s Vintage Port del 1945 apriva il racconto. Quell’anno segnò la fine della Seconda Guerra Mondiale e coincideva anche con il numero della presidenza di Trump: la 45. Non era soltanto un porto leggendario, ma un ricordo di vittoria, di alleanza, di storia condivisa. Poi comparve un Cognac Hennessy del 1912, anno di nascita di Mary Anne MacLeod, la madre scozzese di Trump. In quel bicchiere c’era l’omaggio alle sue radici, a quella genealogia che lo legava alla terra da cui partirono tanti emigranti verso l’America.

Fu servito anche un Bowmore 1980, un whisky scozzese proveniente da una botte riservata a suo tempo alla Regina Elisabetta II. Non era solo una rarità enologica: era un ricordo dell’unità del Regno Unito, di quella Scozia che pulsa nella memoria della Corona e che continua a essere un tassello fondamentale della sua legittimità. Ogni sorso conteneva la complicità di una terra comune e l’eco della regina che seppe mantenerla unita.

Il Pol Roger Cuvée Sir Winston Churchill 1998 aggiunse un altro strato al racconto: non soltanto uno champagne, ma l’evocazione dello statista che consolidò la “relazione speciale” tra Londra e Washington. Ma la scelta non si fermava lì: accanto fu presentato un Wiston Estate Cuvée 2016, spumante inglese, una dichiarazione d’orgoglio nazionale: l’Inghilterra rivendica il suo posto anche nel mondo delle bollicine.

Il Ridge Monte Bello 2000, uno dei rossi più iconici della California, portava un altro messaggio: “portiamo la tua casa alla nostra tavola”. L’ospite si avvicina all’invitato e lo riconosce nella sua identità.

E, per chiudere, il Corton-Charlemagne Grand Cru 2018, un borgogna dal nome imperiale. Non era un caso: Carlo Magno, l’imperatore che diede forma all’Europa, veniva servito in calice come promemoria della permanenza e della potenza del Vecchio Continente. L’Europa ha resistito a guerre, imperi e divisioni, ed è ancora in piedi come civiltà millenaria. Il gesto era nitido: gli Stati Uniti potranno essere potenza globale, ma non sono eterni; l’Europa è radice, memoria e resistenza. E sebbene l’Inghilterra non faccia più parte dell’Unione Europea, appartiene ancora a quel territorio simbolico che si chiama Vecchio Continente con tutto ciò che significa e implica.

Neppure la sobrietà dell’invitato, fedele alla sua Coca-Cola Light, poté annullare quel discorso. È la paradossale forza del rito: anche se il bicchiere resta intatto, il messaggio è già stato pronunciato.

Il menù proseguì sulla stessa linea narrativa. Un antipasto di vongole in stile Boston portava con sé il sapore della costa americana, seguito da carne britannica e da un dessert con whisky scozzese e prugne Victoria che metteva in tavola sia la tradizione monarchica sia la geografia condivisa. Mangiare, qui, era anche un modo di recitare la storia, l’unione e l’omaggio.

La scenografia della tavola non fu meno rivelatrice. Il Grand Service di Giorgio IV, con oltre quattromila pezzi di argento dorato, apparve in tutto il suo splendore. Non è un servizio qualunque: è l’affermazione di continuità monarchica, la prova tangibile che la Corona non improvvisa. Accanto, piatti nuovi fabbricati a Stoke-on-Trent per Carlo III, con un doppio filetto dorato sul bordo che li distingue dal servizio di Elisabetta II. Un dettaglio minimo, ma carico di significato: ogni regno lascia la sua impronta, persino nella porcellana. I bicchieri, lucidati fino a riflettere la sala come specchi, allineati con precisione matematica, trasformavano ogni bagliore in un atto di disciplina estetica.

L’etichetta vestiva anche i corpi. Codice white tie: frac e decorazioni per gli uomini; abiti lunghi, guanti e tiare per le donne. Kate apparve impeccabile: abito dorato di Phillipa Lepley, la tiara Lover’s Knot che fu di Lady Diana, la spilla con le piume del Galles. Tutto in ordine, tutto corretto. Ma il suo gesto fu un altro: i capelli sciolti in boccoli — insoliti per una cena di Stato — e un sorriso aperto che contrastava con la solennità della monarchia britannica. Quel cenno di libertà non incrinò il rituale, anzi: gli donò calore e umanità, senza stonare in alcun momento con la scena. Fu un equilibrio delicato, e forse per questo affascinò ancora di più Trump, che non nascose la sua ammirazione.

Melania, invece, non ebbe la sua scelta migliore. Optò per un abito giallo intenso di Carolina Herrera, con le spalle scoperte, troppo moderno per una cena di Stato di questo livello. Forse voleva un richiamo cromatico allegro, ricordando i colori vivaci tanto amati da Elisabetta II, ma il risultato si allontanò dalla solennità che lei stessa aveva saputo incarnare in altre occasioni importanti. Questa volta sembrò mal consigliata: non era un evento qualsiasi, ma un incontro con una delle monarchie più antiche del mondo, dove ogni gesto porta con sé peso storico. Quell’eccesso contemporaneo finì, a mio avviso, per togliere invece che aggiungere.

Viviamo un tempo in cui i gesti solenni sembrano essersi diluiti. Il protocollo si confonde con rigidità, l’etichetta con eccesso, e il lusso con la caricatura di una maglietta col logo. Ma ciò che è avvenuto a Windsor ricorda che, quando gli si restituisce il suo vero valore, il lusso è molto più che consumo: è radicamento al territorio, è cultura condivisa, è un idioma universale che tende ponti tra paesi e culture. Un vino che rievoca la fine di una guerra, un borgogna dal nome imperiale che ricorda che l’Europa è ciò che è, una tiara che conferma un lignaggio, uno spumante inglese che osa sfidare la Francia. Ogni gesto, ogni dettaglio, fa parte di una grammatica silenziosa che dice più di qualsiasi discorso davanti a un podio o a un parlamento.

Questo è il lusso che vale la pena, quello che ha la capacità di trasformare il bello in simbolo, di fare di un banchetto un atto politico, di mostrare che il solenne ha ancora senso.

La domanda è se un uomo come Trump sia stato capace di comprendere tutto questo mentre beveva la sua Coca-Cola Light. Forse no. Ma io glielo spiego qui, con questo articolo 😉

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