Me fascina la forma en la que otras culturas —y especialmente los mexicanos— se relacionan con la muerte.
No como algo que termina, tampoco como algo doloroso a secas.
Hay una cercanía entre la vida y la muerte que no asusta; más bien es un puente, una relación bidireccional en la que nada se interrumpe.
Los dos planos, el de aquí y el de allá, siguen conectados y dialogan, especialmente el Día de los Muertos.
Esa gestualidad que se llena de colores —como esta LV Catrina que acompaña estas palabras—, esa forma de adornar altares, esa celebración del Amor y de la Vida de quienes ya no nos acompañan en lo terrenal, me parece entrañable.
Un modo de mirar lo inevitable sin miedo.
Una lección.
Con los años —a medida que dejas atrás a muchas personas queridas— te das cuenta de que la muerte no está tan lejos.
Que es una posibilidad latente, que puede entrar sorpresivamente en tus días.
Pero también descubres que el miedo es un invento heredado: una construcción ajena, hecha de silencios, de tabúes, de fe mal entendida.
Ver esta manera tan luminosa y colorida de mirar la muerte te hace reevaluar todo, incluso tu religión.
Porque en la vida eterna hay luz, serenidad y Amor.
No sé en qué momento decidimos ver la muerte tan oscura; quizás porque a algunos les pesaban demasiado sus pecados, o porque lo desconocido siempre ha aterrado al ser humano.
Y, sin embargo, cualquier persona de fe no debería temerla.
Esta noche, más que pensar en los finales, quiero pensar en el lazo que no se rompe.
Quiero abrir una puerta —aunque sea simbólica—
para que mis seres queridos se acerquen,
para sentirlos a mi lado,
para poder abrazarlos, aunque sea desde este otro lugar.
Aunque sea solo un instante.