La Navidad: un lugar donde quedarse - Loredana Vitale
Una reflexión sobre la Navidad como lugar donde quedarse: magia, luz, hogar y pertenencia frente a un mundo frío que invita a dejar de huir.
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La Navidad: un lugar donde quedarse

Decía Cesare Pavese que no sabe exactamente qué es la magia, pero que comienza siempre cuando uno deja de querer marcharse: de los lugares, de los pensamientos, de las personas.
Una intuición que dialoga profundamente con una frase de Paula Ordovás que me acompaña desde que la escuché: el hogar es donde cesan todos los intentos de fuga.

Porque de donde no huyes es, en realidad, de donde eres.
Donde el alma encuentra cobijo sin juicio.
Donde puede estar en esencia, sin explicarse, sin defenderse. Simplemente siendo.

Ambas frases hablan de lo mismo: de permanencia.
De un lugar —real o simbólico— donde estar y ser.
De espacios en los que la luz que se crea se impregna de amor y de una calma profunda: la que nace cuando deja de existir la necesidad de huir.

El mundo se torna a veces excesivamente frío, aunque está en nosotros crear la magia.
Tan valioso como encontrar refugio —como hizo el Niño Jesús al nacer en el portal de Belén— es ser capaces de convertirnos nosotros mismos en luz: en esa estrella que orienta, acompaña y guía.

Crear magia.
Crear luz.
No para escapar, sino para atraer. Como el jardín bien cuidado que, sin perseguirlas, atrae a las mariposas.
Para que otros encuentren en nosotros un lugar donde quedarse.

Hay una crisopeya silenciosa en el corazón del invierno: la antigua transmutación de la oscuridad en luz.
Un crisol íntimo donde el frío se transforma, donde el alma se depura y la luz toma forma entre las manos.

No es una luz que cae del cielo.
Es una luz que se sostiene con valentía, que se ofrece, que se enciende y, cuando alguien se atreve a alzarla, incluso en pleno invierno, el árbol despierta, el lugar se vuelve hogar y la huida deja de tener sentido.

Feliz Navidad.

 

 

 

 

 

 

Il Natale: un luogo dove restare

 

Diceva Cesare Pavese di non sapere esattamente che cosa fosse la magia, ma che comincia sempre quando si smette di voler andare via: dai luoghi, dai pensieri, dalle persone.
Un’intuizione che dialoga profondamente con una frase di Paula Ordovás che mi accompagna da quando l’ho ascoltata: la casa è il luogo in cui cessano tutti i tentativi di fuga.

Perché il luogo da cui non fuggi è, in realtà, il luogo in cui sei.
Dove l’anima trova riparo senza giudizio.
Dove può essere nella sua essenza, senza spiegarsi, senza difendersi. Semplicemente essendo.

Entrambe le frasi parlano della stessa cosa: della permanenza.
Di un luogo — reale o simbolico — in cui stare ed essere.
Di spazi in cui la luce che si crea si carica d’amore e di una calma profonda: quella che nasce quando smette di esistere il bisogno di fuggire.

Il mondo a volte diventa eccessivamente freddo, eppure sta a noi creare la magia.
Così come è prezioso trovare rifugio — come fece Gesù Bambino nascendo nella grotta di Betlemme — altrettanto prezioso è riuscire a diventare noi stessi luce: quella stella che orienta, accompagna e guida.

Creare magia.
Creare luce.
Non per fuggire, ma per attrarre. Come un giardino ben curato che, senza inseguirle, attira le farfalle.
Perché altri possano trovare in noi un luogo dove restare.

C’è una crisopea silenziosa nel cuore dell’inverno: l’antica trasmutazione dell’oscurità in luce.
Un crogiolo intimo in cui il freddo si trasforma, l’anima si depura e la luce prende forma tra le mani.

Non è una luce che cade dal cielo.
È una luce che si sostiene con coraggio, che si offre, che si accende e, quando qualcuno osa sollevarla, anche nel pieno dell’inverno, l’albero si risveglia, il luogo diventa casa e la fuga perde il suo senso.

Buon Natale.

 

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